Cronicas
04 DE DICIEMBRE DEL 2022
COLEGIO SANTA ROSA DE LIMA DE V.E.S
De: Gabriela Alelí Quispe
Huaman
La extirpación de la idolatría
La
labor evangelizadora tuvo como fin convertir a los indígenas en practicantes de
la fe católica. Para ello buscaron la
forma de acabar con las prácticas idolátricas que los vernaculares poseían, atacando a sus principales dioses y
destruyendo todo signo de culto (huacas,
apachetas, mallquis, etc.). Durante todo el siglo XVI los religiosos crearon
una forma única para que los
evangelizadores y doctrineros realicen su labor con efectividad. Sin embargo, los misioneros se daban cuenta
que el culto a los dioses andinos como Pariacaca o Illapa continuaban, pese al esfuerzo
de las órdenes religiosas
por detenerlo.
Frente a ello los doctrineros tomaron una decisión: se realizaría una caza de todos los ídolos y dioses
andinos para la total erradicación del culto "idolátrico" en los
Andes. En el siglo XVII se dieron tres campañas de extirpación de idolatrías
y tuvieron los frutos esperados.
Entre las acciones tomadas
por los doctrineros resaltan las penas impuestas
a los hechiceros o líderes de los cultos, que eran los
encargados de oficiar los ritos paganos. Para buscar a estos "hechiceros" y a los dioses
andinos se realizaron visitas especializadas que se dedicaron a buscar los dioses andinos, estudiarlos
detenidamente y finalmente destruirlos. Los visitadores debían conocer a fondo la lengua vernacular pues no debían
fallar en la interpretación de la fe al idioma
materno de los andinos.
La
pervivencia del culto andino puede interpretarse como una forma de resistencia
a las costumbres españolas y una
forma de preservar las tradiciones de cada ayllu. Estas formas de resistencia tuvieron diferentes matices,
ya que el culto ya no se restringía a las huacas (entendiendo esta palabra como todo lo que designa lo sagrado),
sino que su poder se extendió a
incluso solo trozos de los ídolos, los que se podían ocultar con facilidad.
Así, una piedra sin ninguna forma
extraña pasaba desapercibida para el doctrinero, sin embargo para los andinos esta insignificante roca poseía
atribuciones divinas. Otra forma de camuflar el culto andino fue a través de figuras religiosas como Jesús, la
virgen María o santo Tomás. Esta fue la más ingeniosa forma de pervivencia del culto, pues los doctrineros no pudieron darse
cuenta sino hasta muy
entrado el siglo XVII.
La
extirpación de idolatrías atenuó en forma dramática el culto vernacular pero no
lo exterminó por completo.
Este pervivió por muchos años, inclusive hoy en día es posible
apreciar el culto
a la pachamama o las
ofrendas en honor a los apus tutelares, ejemplos de una larga tradición religiosa andina.
Cabe
resaltar que estas campañas tuvieron otros móviles mas allá del evangelizador.
La apropiación de laicos y religiosos
de los terrenos ocupados por las huacas o la búsqueda de ídolos como forma de obtener oro o plata evidencian el usufructo
que desearon obtener ciertos individuos de las
visitas.
Se suele dividir las campañas de extirpación del siglo XVII en tres etapas: la llevada a cabo por Francisco
de Ávila entre 1609 y 1619; la de Gonzalo de Ocampo entre 1625 y 1626; y la
última realizada por el Arzobispo Pedro de Villagomez entre
1641 y 1671.
Resumiendo, las reacciones de los indígenas frente a la extirpación de idolatrías, es de notar que
tanto los habitantes de Huarochirí como los de Cajatambo se resistieron a la
destrucción de sus cultos locales,
adoptando diversas estrategias para contrarrestar los efectos de la persecución institucionalizada.
Un
caso relevante en el norte de Chile fue aquel de Francisco de Otal, cura
párroco de Atacama la Baja, quien
tuvo la misión visitar las diversas comunidades indígenas del territorio con el fin de eliminar sus ídolos
religiosos y proscribir sus rituales. Entre 1635 a 1641, llevó a cabo tres campañas de extirpación de
idolatrías y bautizos masivos. Como resultado de ellas, quemó diversos ídolos religiosos de comunidades locales en la
plaza de Calama y ordenó en ausencia
la ejecución del gobernador indígena Pedro Liquitaya por considerarlo promotor
de idolatrías. Entre los ídolos
quemados en Calama destaca Sotar Condi, quien era una deidad regional muy importante de la zona de San
Pedro de Atacama y sus alrededores. Su figura
representaría la imagen
de un picaflor vestido
con cumbi (una camisa), pillo (una
faja) y plumas
de
flamenco, al modo de las figuras rituales incaicas. También fueron destruidos
en dicha ocasión las figuras de las divinidades Quma Quma de Chiu-Chiu, Socomba
de la localidad de Ayquina
y Sintalacna del pueblo de Caspana. Este fue un duro golpe para las comunidades locales, quienes debieron esconder cada
vez más sus antiguas creencias en orden de sobrevivir.
Más
allá de la presencia de iglesias, párrocos y campañas de evangelización, la
visualidad del arte en las iglesias
fue también de gran relevancia como medio de introducir el catolicismo en los indígenas. Cuadros, imágenes de santos
y murales fueron formas muy directas y eficaces de mostrar visiones del cielo y el infierno, dando cuenta de que
pasaría a quienes no siguieran las
normas y enseñanzas de la Iglesia en la vida del más allá. Hay que entender que
en dicha época las biblias estaban
escritas en latín y sólo el cura podía interpretarlas. Por ello, cualquier ayuda visual daba más peso al catecismo
y sobre todo aquellas en las cuales se representaba de modo dramático el cielo y el infierno. Más que escenas de
personajes bíblicos, la visión de demonios
y gente siendo juzgada y quemada se pensaba que causaría miedo y así una presión para la conversión.
Tales murales
representan principalmente el camino al cielo para gente piadosa
y el camino al infierno
para pecadores y no creyentes, incluyendo personajes indígenas andinos, los
cuales no siempre eran considerados dentro del lado de la salvación.
Fue un duro impacto
para las poblaciones indígenas subsumidas en el orden colonial
español, las cuales
intentaron en muchos casos adaptar algunas de sus ceremonias y ritualidad adaptada al sincretismo de santos y
vírgenes, manteniendo en parte su cultura. Un impulsor importante de la destrucción de huacas o lugares sagrados
indígenas en el Perú fue el virrey Francisco
Toledo a partir de 1572, obra continuada principalmente por sacerdotes jesuitas como Pablo José de Arriaga, Francisco de Ávila y Pedro de
Villagómez en el siglo XVII.
Tales murales
representan principalmente el camino al cielo para gente piadosa
y el camino al infierno
para pecadores y no creyentes, incluyendo personajes indígenas andinos, los
cuales no siempre eran considerados dentro del lado de la salvación.
En resumen,
tanto quema de ídolos, conversiones a gran escala
y recursos visuales
como los murales, fueron algunos de los elementos
utilizados por las autoridades hispanas en época colonial para erradicar antiguas religiones y eliminar la
resistencia simbólica de los grupos indígenas.
Si bien fueron poderosos mecanismos, la agencia indígena continuó buscando formas de expresión religiosa y cultural,
las que en muchas ocasiones sobrevivieron bajo
fiestas religiosas y rituales dentro del catolicismo, pero preservando
significados ancestrales. Gran parte
de los bailes religiosos a la virgen en la actualidad son un reflejo de aquel sincretismo cultural, que forma parte de nuestro
patrimonio cultural.
El
valor de la coca
Una
antigua leyenda andina cuenta que Kuka era una mujer de belleza tan
extraordinaria que nadie en todo el
Imperio podía resistirse a su atractivo. Sabedora de su poder, a lo largo de su vida Kuka se aprovechó de los hombres que
caían rendidos ante sus encantos, hasta que la
fama de sus malas acciones llegó a oídos del Inca, quien ordenó
sacrificarla y enterrarla después de partirla
en dos. Allí donde «sembraron» su cuerpo nació una planta de propiedades excepcionales, que otorgaba fuerza y
vigor a los hombres y mitigaba sus penas. De nombre le pusieron coca, en honor a la bella
joven.
Este
mito da cuenta de la gran importancia que tuvo, y sigue teniendo, la hoja de
coca en la vida cotidiana de las
comunidades que habitan los Andes. Ya se consuma mediante una infusión (mate de coca) o mascándola, la
coca se usa hoy día, más allá de la sensación
placentera que procura,
para combatir el mal de altura, resistir
los esfuerzos físicos,
completar la alimentación e incluso leer el futuro, aunque
«sólo funciona si se cree en ella».
Las
propiedades medicinales de la coca han sido avaladas por la ciencia moderna. La
hoja de coca contiene alcaloides que
actúan como estimulante, aportando fuerza física y eliminando el hambre o la sed. Además, es rica en
hierro, contiene vitaminas B y C y ayuda a estabilizar los niveles de azúcar en sangre, por lo que el
efecto vigorizante es aún mayor. Favorece la
relajación muscular y la apertura de las vías respiratorias, motivo por
el cual mejora la sensación de
asfixia en un contexto de grandes alturas, donde la falta de oxígeno provoca el soroche
o mal de altura. Tiene la
facultad de aumentar el pH
de la sangre, facilitar la digestión y evitar
el estreñimiento, y se usa para combatir las alteraciones gástricas. Es
antibacteriana y analgésica, como
pudieron comprobar los conquistadores españoles, que rápidamente la incorporaron a sus tratamientos médicos.
Todo este conjunto de propiedades medicinales y curativas explica por qué la hoja de coca fue tan apreciada y,
en consecuencia, sacralizada con el nombre
de Mama Coca.
El consumo
de la coca se remonta
a las primeras sociedades andinas, pues tenemos
evidencia de su consumo en
culturas tan antiguas como la de Las Vegas, en Ecuador (8850-4650 a.C.). Sin embargo, fue durante el Imperio inca
–a partir del siglo XIII– cuando alcanzó una particular significación religiosa y socioeconómica. En efecto, los incas
hicieron de la coca una planta sagrada,
que era ofrendada a las divinidades –en su estado natural, masticada o quemada–
y que complementaba los sacrificios
humanos y animales. Se gastaba en cantidades ingentes durante las grandes ceremonias
en Cuzco, la capital
del Imperio, y formaba parte de los ajuares
funerarios que acompañaban a los muertos en su viaje al Más Allá. También se le atribuían propiedades mágicas. Cristóbal
de Molina, un sacerdote español que vivió en Cuzco en torno a 1565 y que fue conocedor de las tradiciones incas,
explica en su crónica que los incas
soplaban la coca en dirección al Sol –principal deidad inca– y a los otros
dioses para curar a los enfermos.
Había especialistas dedicados a leer los augurios a través de las hojas, puesto que también se le otorgaba poderes adivinatorios.
Los
incas desarrollaron un complejo sistema de cultivo y procesado de la hoja de coca.
Primero hubieron de crear
campos de cultivo en regiones húmedas y calientes, las más propicias para el
crecimiento de la planta. Las hojas se recolectan cuando se rompen al
doblarlas, y a continuación se
disponen en finas capas que se dejan secar a sol y sombra. Todo el proceso requería
un especial cuidado
pues los incas desechaban cualquier
hoja imperfecta, ya fuera por roturas o por manchas de color. Las
hojas son muy frágiles y el secado puede alterar fácilmente su superficie, lo que demandaba un meticuloso trabajo
para conseguir que las hojas mantuvieran
su aspecto plano y monocolor. Pese a ello, gran parte de la cosecha se estropeaba a lo largo del proceso.
Todas
estas circunstancias convirtieron la hoja de coca en un producto de lujo, hasta
el punto de que se utilizó como
medio de pago, al modo del oro y la plata. Así, a los funcionarios y señores regionales o locales se los
recompensaba por los servicios prestados al Imperio con metales preciosos, textiles finos –como el cumbi– y cestos de
coca. El Sapa Inca –el inca único, el rey– premiaba
los actos de fidelidad repartiendo cestos de coca, por ejemplo a modo
de
botín de guerra entre los soldados que celebraban en una fiesta la victoria en
una batalla. De entre todos los
bienes de prestigio incaicos la coca era el más valorado. El Inca Garcilaso de la Vega escribió que «por
ella [los incas]
posponen el oro y la plata y
las piedras preciosas»; una preferencia que sin duda se explica
por los beneficios sustanciales para el organismo que aportaba la coca.
Dado
que la posesión de un cesto de coca sólo era posible por la donación del
Estado, su consumo quedó reducido a
las élites del Imperio. Los cronistas españoles de los siglos XVI y XVII destacan esta restricción en sus
descripciones de la organización social del mundo inca. Juan de Matienzo
señalaba que la hoja de coca «era manjar de los señores y
caciques, y no de la gente común». Es cierto que
existieron algunas excepciones, como los llamados coca- camayoqs, «sembradores de coca», que se encargaban
de la ardua tarea de cultivar y procesar
las hojas de coca y gracias a ello podían consumirla y aprovecharse así de su
poder vigorizante.
Hacia
finales del Imperio, antes de la conquista española de 1533, la restricción
sobre el consumo de la coca empezó a
relajarse. Algunos investigadores apuntan que este cambio podría deberse al hecho de que, a
diferencia de lo que ocurría en sus inicios, el Estado ya no podíagarantizar la alimentación de toda la
población y la coca pudo utilizarse como complemento nutricional e inhibidor del hambre.
Aun así, la regla general
en el Imperio fue que el consumo de coca estuviera limitado a los estamentos más altos de la sociedad.
Tras
la conquista española, en cambio, el consumo de coca se generalizó al conjunto
de la población indígena, como
indican numerosos testimonios de cronistas españoles. La explicación de este hecho se encuentra en el modelo económico
impuesto por la Corona de Castilla,
basado en el trabajo forzado de las poblaciones conquistadas, lo que hizo que
las autoridades españolas alentaran
el consumo de coca para aumentar el rendimiento de sus trabajadores. De hecho, el cultivo de la planta se convirtió en
un negocio para los terratenientes,
que incrementaron su producción para satisfacer la demanda de los trabajadores. Tanto es así que
el cronista Bernabé Cobo dice que era el producto
«de mayor ganancia que hay en
las Indias y con que no pocos
españoles se han hecho ricos con ella».
Los
españoles se burlaban a veces de los indígenas por su creencia en el poder
vigorizante de la coca, pero al
final no podían sino rendirse a la evidencia. Por ejemplo, en 1653 el citado padre Bernabé Cobo escribía que los indios
«afirman que [la coca] les da tanto esfuerzo que mientras la tienen en la boca no sienten sed, hambre ni
cansancio. Yo más bien creo que lo más
que publican es imaginación y superstición suya, pero no se puede negar, sino
que les da alguna fuerza y aliento, pues los
vemos trabajar doblado con ella».
El
Inca Garcilaso de la Vega, por su parte, recoge el siguiente diálogo entre dos
españoles, un caballero y un peón,
que se encontraron en la zona de Cuzco. El primero le preguntó: «¿Por qué coméis cuca, como hacen los indios, cosa tan asquerosa y aborrecida por los españoles?». A lo que el otro, que llevaba
a cuestas a su hija de dos años, replicó: «En verdad, señor, que no la abominaba yo menos que todos ellos, mas la
necesidad me forzó a imitar los indios
y traerla en la boca; porque os hago saber que si no la llevara, no pudiera
llevar la carga; que mediante ella siento tanta fuerza y vigor que
puedo vencer este trabajo que llevo».
La hoja de coca fue,
por tanto, una planta sagrada
y un bien de prestigio para los incas, y objeto
económico entre los conquistadores. Hoy es un hábito y un símbolo;
el de la lucha de las culturas andinas por preservar
sus tradiciones y su modo de subsistencia.
El consejo imperial
El
Tahuantinsuyo Camachic o Consejo Imperial, era el máximo organismo político del
Imperio incaico, cuya función era
asesorar al Inca o soberano. Estaba integrado por los cuatro suyuyuc o gobernadores de las cuatro
provincias (suyos), así como por otros funcionarios de alto rango. Si bien eran siempre parientes cercanos
del Inca, se los seleccionaba de entre los más
capacitados para ejercer
tal alta función.
Fue un organismo asesor integrado por los jefes de cada
uno de los Suyos, vale decir,
por los cuatro Suyuyuc-Apu. Se reunían bajo la
dirección del Inca a quien daban cuenta de su labor desarrollada en sus respectivas regiones. Asesoraban y
aconsejaban al monarca sobre cuestiones
de mayor trascendencia para agilizar y perfeccionar el proceso administrativo- político del Imperio
integrado
por los panacas, parientes directos del Inca reinante, los gobernado•res de los
suyus “Suyuyuc-Apu”; el príncipe heredero
“Auqui”; el sumo sacerdote; un amauta (sabio,
maestro), y el general del ejército imperial. Junto a la nobleza de sangre, también
asistía al Inca un elen•co
de nobles de privilegio, en general individuos premiados por el Inca que
en conjunto conformaban una nobleza
de menor categoría e influencia. Miembros de la organización cuzqueña, destacaron los camáyoc, quienes
constituían el nutrido grupo de funcionarios y
burócratas. Sus actividades giraban en tor•no del control de la
información demo•gráfica y del pago
de los tributos, como así también de la administración de los excedentes
agrícolas depositados en los almacenes estatales.
La
organización política de los incas, era una monarquía absolutista y teocrática,
militarista, expansionista, multinacional (eran parte de varias naciones). El poder lo concentraba
el Inca
«el único rey», quien
era el ser extraordinario que tenía derecho a gobernar y a heredar
su poder.
El
Tahuantinsuyo Camachic o Rikch'aq Kamachic (en quechua: Tawantin suyu Kamachiq, ‘Consejo Imperial’), así como por otros
funcionarios de alto rango. Su sede era el Cuzco, la capital del imperio. Modernos historiadores consideran que la
idea de un “consejo imperial” incaico
fue esbozada por los cronistas de la colonia, siguiendo las pautas de las
monarquías del Viejo
Mundo.
Se reunían
bajo la dirección del Inca a quien daban cuenta de su
labor desarrollada en sus respectivas regiones. Asesoraban y aconsejaban
al monarca sobre cuestiones de mayor trascendencia para agilizar y perfeccionar el proceso
administrativo-político del Imperio.
El
imperio de los incas, al igual que la mayoría de civilizaciones complejas
alrededor del mundo, desarrolló algún
tipo de sistema que regulara las relaciones entre sus integrantes. Es así que la organización del gobierno de los
incas tuvo que ser espléndida. De otro modo habría sido imposible la construcción de ciudades como Cusco o Machu Picchu.
En
la administración del Tahuantinsuyo hay que destacar el funcionamiento de dos
principios básicos: la reciprocidad y
la redistribución. La reciprocidad, de una existencia anterior al dominio inca, era un mecanismo que operaba
al interior de las aldeas y comunidades, permitiendo
la ayuda mutua, la cooperación y la regulación de los intercambios. Así por ejemplo,
las labores agrícolas
eran ejecutadas por todos los miembros de un ayllu
en virtud de los lazos de reciprocidad vigentes,
y el producto del trabajo
era repartido también entre todos.
“Ningún hombre podía ser rico ni pobre”
En el Tahuantinsuyo no existió el dinero, no había monedas, billetes mercados, ni comercio. La riqueza y la
pobreza dependían de la mano de obra al alcance de una comunidad y no de la cantidad de bienes que acumulaba un
individuo por eso se utilizaba el trueque, una práctica que consistía en el
intercambio de productos.
Muchas veces se daba que un ayllu (grupo
de familias) tenía mucho de un cultivo
y lo
intercambiaba con otro ayllu
por algo que no tenía.
Existían
también en el Tahuantinsuyo mercaderes que viajaban cortas distancias, de
pueblo en pueblo, tratando de
intercambiar sus productos. Estos se dirigían a los pocos mercados que había para realizar trueques, pero siempre
con el permiso de la autoridad local (curaca). Era imposible que una persona
realice intercambio alguno si no contaba con la autorización debida.
Si bien en el Tahuantinsuyo no existía la idea de propiedad privada,
el inca adjudicaba parcelas o tupus a cada habitante: un tupu para el
hombre y medio tupu para la mujer. A cambio, los pobladores se comprometían a trabajarlas y designar los mejores
productos de las mejores tierras para el inca.
Con
esa estrategia los incas habían conseguido desterrar la pobreza, al estar la
población protegida por el Incanato a
través de un sistema de tributos que se materializaban en prestación de servicios. Se manejaba un
esquema de intercambio de mano de obra por bienes, dentro de un esquema cultural
y religioso. Esta práctica de intercambio de bienes
y servicios se puede apreciar,
incluso hoy día, en
algunas comunidades
campesinas de Perú.
En
resumen, en el Tahuantinsuyo lo que había eran sociedades sin pobreza o riqueza
pero con una clara desigualdad
social, basada en división de castas, dominantes y el pueblo, con diversas características dentro de ellas;
donde el Inca era el amo y señor de todas las tierras y pueblos, además de ser el hijo del supremo dios Sol; gobernando
socialmente por tres principios
fundamentales: Ama Sua (No seas ladrón), Ama Llulla (No seas mentiroso), y Ama Quella (No seas ocioso); el incumplimiento
de estos tres mandamientos era severamente castigado
con la vergüenza de la flagelación pública, la prisión, el trabajo forzado, la
mutilación y hasta la muerte. El
régimen inca era una monarquía militar hereditaria absolutista que manejaba con puño de hierro a todo su Imperio.
En conclusión, dada la diciplina imperial que no era esclavista
pero que motivaba con dureza
la laboriosidad y el culto al trabajo y los valores
en todos y cada uno de sus gobernados, sumada a la baja complejidad
social, a su eficiente sistema
productivo agrícola y ganadero, por ende, de alimentos nutritivos y variados; y
con poblaciones numéricamente manejables, la pobreza y la riqueza no era un aspecto relevante
en la cultura inca, a lo más se
tenía un sector
indigente conformado por ancianos que no podían trabajar, viudas con hijos menores,
huérfanos e inválidos cuyas necesidades eran
atendidas solidariamente por el resto de la población que adoptaban a
esos niños, viudas, ancianos e
inválidos como parte de su familia y por lo cual recibían compensación en el
reparto de los bienes que hacía el Inca en las cosechas.
Comentarios
Publicar un comentario